Lo inminente y lo inesperado como el par de hilos que tejen la vida y no como los dos lados de su soundtrack en vinyl; en eso, y no en las alarmas sanitarias e histerias colectivas, he preferido pensar estos días.
La inminencia me provoca un duelo de ideas; no sé si por mi peculiar carácter o tan sólo por condición humana pero siempre es así cuando lo inminente es el fin de un plazo. Por momentos me aterra la idea de tomar nuevas responsabilidades, por otros es aún mayor el temor al estancamiento. En lugar de resolverse a favor de alguna ansiedad, el duelo terminó por disolverse, y es en gran medida por influjo de lo inesperado.
En los últimos meses lo inesperado se ha vuelto un visitante escandaloso, sus vistas furtivas vienen cargadas de sorpresas que mutan en anécdotas crudas e indelebles, pero también se ha acercado a mí de forma gradual, trayendo a mí la voz que descifra los enigmas de mis esfinges, las manos que escriben en la lengua privada de mis sombras pero con trazos más afables, y la mirada de espejo mágico que me sigue con la simetría de danzas telepáticas en sincronía. Así, lo inesperado sumó de pronto nuevas razones para dejar de temer a la inminencia.
Nos inventamos plazos inminentes para evitar pasarnos toda la vida pensando en la inesperada e ineludible inminencia del final. No en vano usamos los plazos inminentes para medir nuestra edad, la incertidumbre que llena el vacío entre el cumplimiento de un plazo y la adaptación a la espera del siguiente invariablemente nos hace crecer.
Con este semestre acabaran mis clases en la universidad, pronto habré de trabajar mientras redacto la tesis para la cual llevo dos años investigando y cubro los pendientes necesarios para titularme. Cuando regresé a hacer un posgrado, en cualquier circunstancia, lo consideraré un empleo temporal de 2 o 3 años. Por primera vez le encuentro orden a mi vida, y al pasar los días el caos se colapsa en simetría.
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